En 1959, los investigadores Peter Karlson y Martin Luscher acuñaron el término “feromonas” para designar sustancias secretadas por un individuo que desencadenan una reacción comportamental o endocrina estereotipada (no aprendida) en sus congéneres. Entre ellas, las más populares eran (y son) las llamadas feromonas sexuales, descritas por primera vez en hembras de polillas de la seda (Bombix mori). Sin necesidad de experiencia previa, cantidades ínfimas de esta feromona femenina atraen inmediatamente a los machos de su especie, facilitando así la reproducción.
De inmediato se planteó la existencia de feromonas humanas, que atraerían irremisiblemente a los individuos del otro sexo. Colonias, perfumes y desodorantes con estas supuestas sustancias se pueden encontrar en internet… para alimentar los lúbricos sueños de los ignorantes.
El caso es que hasta principios del siglo XXI no se identificaron feromonas sexuales en ninguna especie de mamíferos. Era difícil porque, para demostrar que una sustancia actúa como tal, se debe probar que resulta atractiva para individuos del otro sexo sin experiencia previa con ellos o sus olores. Es decir, en individuos privados de contacto social hasta el momento del experimento.
El secreto químico de los ratones macho
A principios de los 2000, en nuestro laboratorio de Neuroanatomía Funcional Comparada de la Universidad de Valencia criamos hembras de ratón sin machos ni sus olores (hembras solas, con su madre y hermanas) hasta su edad adulta. Sometimos estas hembras “químicamente vírgenes” a una prueba de elección simple entre serrín de cajas de machos adultos –con un intenso olor característico– y otros tipos de lecho: serrín limpio y lecho obtenido de cajas de hembras o de machos castrados.
Pues bien, las hembras exploraban más el serrín de machos cuando permitíamos el contacto directo de su hocico con él. Por el contrario, si una plataforma agujereada dejaba pasar el olor pero impedía el contacto con el serrín, no había preferencia.
La razón de estos resultados es que la feromona masculina atractiva del ratón es una proteína urinaria no volátil, de un tipo conocido genéricamente como lipocalinas. Las lipocalinas poseen “bolsillos hidrofóbicos” en los que retienen –y protegen de su degradación– compuestos olorosos lipídicos volátiles.
Años después, Jane Hurst y Rob Beynon, de la Universidad de Liverpool, identificaron la lipocalina de machos que desencadena la atracción sexual. La llamaron darcina, en honor de Mr. Darcy, el atractivo protagonista masculino de la novela de Jane Austen Orgullo y Prejuicio.
Se ha comprobado que la darcina no es detectada por el epitelio olfativo de la ratona, sino por su órgano vomeronasal (VNO) u órgano de Jacobson, cuyas neuronas expresan receptores de membrana específicos para distintas feromonas. Se acepta por ello que el VNO es el órgano responsable de detectar feromonas.
¿Hay algo similar en nuestra especie?
Gracias a que Charles Wysocki y George Preti se hicieron esta misma pregunta, sabemos que poseemos glándulas sudoríparas apocrinas axilares que producen ácidos grasos olorosos y derivados de andrógenos (androstenona, androstenol y androstadienona). Se trata de buenos candidatos a feromonas sexuales masculinas, puesto que abundan más en hombres que en mujeres, y aparecen en la orina y el sudor axilar sólo tras la pubertad. Además, estos compuestos están asociados a lipocalinas similares a la darcina.
Sin embargo, diversas razones nos llevan a pensar que esas sustancias no actúan como feromonas:
Por otra parte, hay numerosos estudios acerca del reconocimiento del sexo de los usuarios de camisetas por el olor de sudor que éstas desprenden. También hay evidencia de que los bebés de seis días de edad, no antes, reconocen el olor de su madre, y viceversa (de los padres hay muy poca información).
Sin embargo, estos datos solo demuestran un aprendizaje (memoria de olores) dependiente de la experiencia social. Nada que ver con la respuesta estereotipada, no aprendida, a las feromonas.
En busca de la feromona humana de la lactancia
Otros estudios sugieren que la lactancia sí que podría estar mediada por feromonas. Tras nacer, el bebé muestra el llamado reflejo de succión, del que depende su supervivencia: se lleva a la boca y succiona con fruición el pezón del pecho materno.
La investigadora Robyn Hudson estudió este reflejo en conejos, cuyas crías pugnan con sus numerosos hermanos por encontrar los pezones maternos durante las cortas visitas (cinco minutos) de su madre a la madriguera, y propuso la existencia de feromonas mamarias que mediarían esta conducta.
Años después, Benoist Schaal detectó una sustancia en la leche de la coneja, el 2-metilbut-2-enal, que es atractiva para los conejillos neonatos. Induce de inmediato en ellos un “reflejo de succión” dirigido a la pipeta que lo contiene.
¿Podría haber una feromona mamaria humana, similar a la del conejo? Parece que sí, pero no sería secretada por las glándulas mamarias, sino por glándulas de la areola mamaria. Estas no producen leche, sino un líquido transparente.
Curiosamente, el número de glándulas areolares se correlaciona con la facilidad con que el bebé se coge al pecho, y las mujeres primíparas sin dichas glándulas tienen grandes dificultades para iniciar la lactancia. Por otro lado, en el primer intento de lactancia, los bebés recién nacidos muestran incremento del ritmo respiratorio y acercamiento reflejo hacia la secreción de las glándulas areolares.
Si identificáramos la feromona de las glándulas areolares, tal vez podríamos usarla para conseguir más fácilmente el milagro de la lactancia materna. Un interesante reto para la ciencia futura.
Por Ferran Martínez-García, Catedrático de Biologia Celular de la Unidad Predepartamental de Medicina; Facultad de Ciencias de la Salud, Universitat Jaume I
Este artículo se vuelve a publicar de The Conversation bajo una licencia Creative Commons. Lea el artículo original.